Rubén Rojas Breu
MAQUIAVELO Y EL PORQUÉ POLÍTICO DEL ÉXITO DEL
CAPITALISMO
Procuro con este texto la mayor concisión. Así que voy
al punto.
Estudié en profundidad a Maquiavelo y, muy
especialmente, con detenimiento su célebre obra El príncipe.
Lo abordé sin los prejuicios hacia este gran
florentino que fue, ni más ni menos, que el fundador de la Política como
ciencia, del Estado moderno y de otras realizaciones que siguen vigentes. No me
dejé llevar por la prédica de personeros de la Iglesia Católica y de las
grandes potencias dominantes.
Maquiavelo tuvo un loable propósito: una Italia
unificada e independiente. ¿Hay anhelo más legítimo y justo?
Maquiavelo es contemporáneo de lo que se dio en llamar
el Renacimiento y vivió el esplendor de su patria chica, Florencia.
Voy a lo que prometo en el título de esta publicación.
Cuando leí y releí minuciosamente su obra más
conocida, detecté lo que hace décadas traduje o interpreté como una ley
básica de la política como ciencia.
Para comprenderla acabadamente es importante tener en
cuenta que la era de Maquiavelo fue de un estado constante de guerra entre las
monarquías europeas y, también, la época en que éstas buscaban denodadamente
unificar a sus naciones, sometiendo a los nobles o señores feudales.
Tal proyecto de unificación se plasmó con los Luises,
sobre todo Luis XIV, en Francia, con los reyes católicos en España, con Enrique
VIII e Isabel I en Inglaterra y así en Rusia, la Germania, etc.
Se puede encontrar en El príncipe, de manera
encubierta y ansiosa de ser descifrada, la ley fundante de la Política
como ciencia:
“Si el poder se concentra le basta al enemigo con
descabezar el estado para triunfar.
Si el poder se distribuye, se le obstaculiza al
enemigo el logro de su victoria ya que debería derrotar a los distintos
príncipes o líderes a cargo de los diversos territorios”.
En Maquiavelo “príncipe” equivalía a conductor o jefe
político.
De tal manera, Maquiavelo nos dice que es
relativamente fácil acabar con la concentración de poder absolutista y en
cambio se hace muy difícil cuanto tal poder se distribuye en muchas manos.
Bajando más a tierra y simplificando hasta donde es
posible: es más fácil terminar con una monarquía o con un rey que con distintos
gobernantes. Para el enemigo, en este último caso, si derrota a uno de los
gobernantes o jefe de una plaza, deberá luego enfrentar a otros mandatarios o
líderes hasta apropiarse de una nación o territorio en su totalidad.
Si nos atenemos a la Revolución Francesa, en beneficio
de la mayor didáctica y claridad expositiva, a los líderes de la misma y al
pueblo les bastó con derrocar a Luis XVI; si Francia hubiera estado cogobernada
por el rey y por distintos nobles o vicarios con capacidad de decisión en las
distintas jurisdicciones del país galo, a quienes se rebelaban se les hubiera
dificultado enormemente lograr su objetivo.
De tal manera, la derrota del absolutismo monárquico,
concentración en una figura de toda la capacidad de decisión, estuvo facilitada,
basándonos en la ley de Maquiavelo.
Véase que si nos apoyamos en lo planteado por Maquiavelo
estamos poniendo el acento en lo político, estamos optando por la
Política para dar cuenta de la dinámica social.
Más allá del valor de las tesis de Marx y de Engels, ceñidas
a lo socioeconómico o, en términos de ellos, a la economía política, con
Maquiavelo encontramos el porqué político, el cual es el más
pertinente.
La derrota del absolutismo monárquico liderada por
quienes respondían objetivamente a las burguesías urbanas y urbanizadoras, llevó
a la diversificación, a la distribución de poder.
Esa distribución se da no solamente por los tres
poderes formales ideados por Montesquieu (Ejecutivo, Legislativo y Judicial)
sino también por la diversificación creciente la cual agrega (a esos tres
poderes formales) las organizaciones, las grandes organizaciones, que se hacen
cargo o participan de las decisiones que hacen a una nación: por supuesto el
propio Estado con sus burocracias que desarrollan relativa autonomía, las grandes
empresas y también la pequeña y mediana burguesía, las corporaciones profesionales
y gremiales, los medios de comunicación masivos, etc.
Variados sectores, factores de poder y actores coparticipan
de las llamadas sociedades modernas.
El principio o axioma capitalista por excelencia, el
de la competitividad, más ilusorio que real habitualmente, genera en las masas
esperanzas de realización, “se puede llegar con esfuerzo, con el mérito, etc.”.
Al mismo tiempo, con la concurrencia de la formidable
maquinaria propagandística y de las usinas ideológicas, los regímenes
electorales, la imaginaria participación colectiva y otros recursos, en esas
sociedades modernas -contemporáneas- se enmascara el despotismo. Es decir, en
todo el planeta impera el despotismo pero en gran parte de Occidente así como
en Japón, Corea del Sur, India, Oceanía, parcialmente en África, se reviste de “formas
democráticas”, ficticiamente democráticas.
La concentración de poder, manifiestamente política, al
punto de llegar a ser unipersonal o como si lo fuera, generó procesos que concluyeron
en la destitución (fascismo y estalinismo, destacadamente).
De tal manera, la reinstauración tangible del
absolutismo fracasó una y otra vez en las diversas latitudes. China y Rusia se
reacomodaron generando en sus dominios las ilusiones del capitalismo.
Pese a que en las grandes potencias y, muy
especialmente, en los EEUU de Washington, el despotismo es desaforado y
conlleva las más abominables prácticas imperialistas incluyendo la guerra y las
invasiones a países sometidos y vulnerables, se tiende a considerarlas
territorios en los que reina la libertad y, de modo aviesamente degradado, la “democracia”.
Para emanciparse del imperialismo y para acabar con la
depredación capitalista, inspirándonos en el hallazgo de Maquiavelo, debemos
demostrar que lo que se da en rigor es el despotismo o una suerte de
absolutismo, lo cual significa revelar cuánto de concentración se da en
donde se estafa con la puesta en escena o la promesa de distribución de poder.
Rubén Rojas Breu
Buenos Aires, febrero 15 de 2023
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